América Latina es una región altamente desigual. La desigualdad, que se suele ligar a la brecha entre ricos y pobres, es mucho más que eso. Una de las desigualdades más relevantes es la que se da entre territorios, y que explica una parte significativa de la desigualdad total.
Un trabajo sobre varios países de la región, liderado por el Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (RIMISP), está documentando el peso de estas desigualdades. Analiza la existencia de territorios que han caído en “trampas de pobreza” —donde los déficits de activos públicos, débil oferta natural, baja calidad de servicios y limitado capital humano, alejan a las personas de oportunidades de superar la situación de pobreza—, y el rol de los mercados y políticas públicas en enfrentar esta desigualdad1. Sus conclusiones preliminares señalan que las desigualdades entre territorios no tienden a corregirse por las fuerzas del mercado ni como resultado de las actuales políticas públicas. Por ello, se requiere de nuevas políticas que sí ataquen el problema y reduzcan la desigualdad territorial para lograr sostenibilidad en el crecimiento y en la reducción de la pobreza.
Pensemos en el Perú. Nuestro país es el agregado de distintas realidades. Lima es distinta de las ciudades del interior y lo urbano difiere de lo rural. Las oportunidades no son las mismas si nacemos en un lugar o en otro. Dentro de las regiones encontramos abismales diferencias también. Pensemos en regiones a las que les va bien, como Arequipa o La Libertad. Ambas, a pesar de su crecimiento y mejores indicadores sociales, mantienen fuertes desigualdades entre lo urbano y lo rural, entre su capital y el resto de la región, o entre sus territorios de costa y sierra. Diferencias que se traducen en necesidades distintas: lo que requiere el ciudadano de Trujillo para salir adelante es distinto de lo que necesita el poblador de Ongón, siendo ambos liberteños. Los efectos de políticas nacionales (tributación, remuneraciones de funcionarios públicos) o regionales (provisión de servicios de salud) son diferentes en cada uno de estos dos territorios.
La desigualdad territorial exige políticas que enfrenten los desafíos de desarrollo de cada zona. Hay políticas nacionales que ayudan a cerrar brechas entre territorios, como las inversiones en infraestructura básica (caminos, energía, comunicaciones) y políticas sociales universales (educación y salud) y focalizadas que permiten que los más pobres y excluidos usen los servicios públicos. Estas políticas emparejan el piso y aseguran condiciones mínimas para todos. Pero por sí solas poco lograrán en términos de desarrollo y generación de oportunidades dado que son rígidas, sectoriales y carecen de coordinación. En Sibayo, Arequipa, una apuesta por el turismo rural requiere intervenciones públicas distintas de las que se necesitan en Chupaca, Junín, donde se apuesta por abastecer de alimentos perecibles a Lima.
Necesitamos articular las políticas nacionales de cierre de brechas con políticas de promoción de oportunidades, pero no basadas en esquemas predefinidos en una oficina en Lima, sino que respondan a las características de lo local, de los territorios, de su gente. Esto implica políticas que aprovechen las fortalezas de cada territorio para potenciarlas y enfrenten sus limitaciones para sobrellevarlas. Nuestras políticas hoy son “ciegas” territorialmente. Lo que se aplica en la sierra de Piura se implementa igual en la zona rural de Ucayali o Pasco.
Si queremos dejar de reproducir esta desigualdad, debemos poner en la agenda pública la necesidad de repensar las políticas territorialmente “ciegas” y orientarlas a intervenciones promotoras del desarrollo. Si estas desigualdades persisten, perderemos fuerza para sostener altas tasas de crecimiento, e incluir y lograr una economía diversificada y sostenible.
Escríbenos | Trabaja con Nosotros